viernes, 31 de diciembre de 2010

El inevitable declive de la Democracia Cristiana

Por Alejandra Botinelli.

La Democracia Cristiana tiene hoy un respaldo electoral del 14,21%. Si lo comparamos con su más alta votación, 43,3% (1965), ha perdido la estratosférica cifra del 30%, y si lo tomamos desde 1989 (25,9%), ha perdido un 12%, que equivale a la fuga de casi un millón de votos en el período postdictatorial. Sólo los que buscan premios de consuelo pueden alegrarse de que la DC haya aumentado un 0,25% del 2008 al 2009 (de 13,96% a 14,21%). No es tampoco muy ambicioso conformarse con el triunfo de Ximena Rincón y Andrés Zaldívar sobre Jaime Gazmuri y Jaime Naranjo, ambos bastante desprestigiados ante un electorado que, por lógica, los rechazó en la última contienda.

Los clivajes políticos de la transición se desmoronan ante nuestros ojos con un efecto dominó que no se detiene y que a algunos ya produce vértigo. Nadie sabe a quién le toca mañana. Pocos de los líderes anteriores sobrevivirán a esta caída, también pocos de sus partidos, al menos en condiciones similares a las conocidas. Los viejos partidos del clivaje concertación/derecha están en crisis; ni siquiera quienes de allí provienen los quieren muy cerca de sus candidatos (ahí, Allamand tratando de mantener a Golborne lejos de la mácula partidaria). Pero esto no significa que vayan a morir, ojo, la agonía de los partidos puede ser larga, y éstos, tenaces en resistir la dura realidad.

Todos necesitan remozar la casa. Pero la DC no tiene con qué. En su interior, los viejos anhelos que le dieron sus mejores logros, ya no hay nadie que los defienda ni han sido reemplazados por otros con alguna densidad de proyecto. El pragmatismo del poder por el poder se la comió. Es como dijo el mismo Conde Valdés: la DC está muriendo, porque sin servicio ni generosidad se encuentra hoy “más cerca de la Cossa Nostra italiana que de una sociedad para el bien común…”.

Porque, ¿qué queda hoy de los falangistas que se opusieron al franquismo, aún a riesgo de ser condenados como “enemigos de Cristo” por su obispo?, ¿qué de los que fueron reprimidos por Gonzalez Videla por oponerse a la Ley maldita? ¿Qué queda de la tesis del comunitarismo y la democracia de base como respuesta a la ferocidad capitalista? ¿Qué fue de ese proyecto que llegó a cuestionar el sacrosanto derecho de propiedad traspasando 3 millones y medio de hectáreas de fundos a manos campesinas, y que impulsó la sindicalización del agro o la ley de juntas de vecinos? ¿Qué queda de aquel impulso de líderes claves en lograr educación básica obligatoria gratuita o que, como Tomic, hablaban de “la unidad política y social del pueblo”? ¿Qué queda hoy en la DC del ideario socialcristiano?, ¿de tipos como Bernardo Leighton, Manuel Garretón y Rafael Gumucio Vives, de Jaime Castillo o Radomiro Tomic? ¿Hay algún rastro de todo eso?

La DC se ha vuelto fofa y a ratos más reaccionaria que la propia derecha. Todo puede cambiar, hasta nueva derecha podríamos llegar a tener, lo creo, pero uno mira el descampado DC y no se ve vida nueva por ninguna parte. ¿Qué podría producir seducción, movilización de almas, cuando lo que convoca es un partido muerto en vida, de líderes que dejaron la épica por la calculadora? ¡Si ni el llamado de monseñor Goic tuvo de su parte eco suficiente! Era esa la oportunidad regalada, la bandera de lucha esperada para un actualizado socialcristianismo… pero no, parece que nada conmueve ni remueve a un partido que dejó de ser cultivo de disensos, secuestrado por sus acuerdos de gobernabilidad para mantener parcelas de poder.

La tesis del “vuelo del cóndor” planeando por sobre el capitalismo y el comunismo, que intentan resucitar hoy los dirigentes DC para asir un bastón de identidad, es un anacronismo: ya no hay ningún espacio en ningún país del mundo para la “tercera vía”, que sólo tiene sentido en la Guerra Fría. El Muro de Berlín puso una lápida a las democracias cristianas, donde los únicos sobrevivientes son Ángela Merkel y el partido demócrata cristiano alemán.

Y es que por esas veleidades de la historia, después del tiempo de los “centros” (centro-derecha, centro-centro(¡!), centro-izquierda) la ciudadanía parece premiar hoy, por el contrario, el domicilio conocido. Porque lo que se castiga o premia hoy no es tanto de dónde provienes, sino cómo y adónde vas: lo que molesta más que un izquierdista a quienes votan por la derecha -y viceversa- es el político flan, la hipocresía que se cuela detrás de sus jaleosas posiciones, que suponen igual de viscosos principios. Por eso suena más moderno el estilo reciente de Hinzpeter nombrando a la “derecha” con nombre propio, que el del paradójico Allamand tratando de desentenderse de los partidos, parapetado a su vez tras las viejas máquinas partidarias.

No es necesario ser analista para notar que la Democracia Cristiana va en franco declive. De poco le sirven los cambios cosméticos de directiva, pues en el fondo, los famosos “príncipes”, hijos de viejos falangistas, son aún más conservadores que sus ancestros – basta seguir la trayectoria de la familia Walker, en los Boletines de sesiones del Congreso, para captar como han votado en los mal llamados “temas valóricos”-.

¿Acorralados de solo imaginar una alianza con el progresismo? Los DC de hoy se conducen por el miedo, y de eso nada bueno puede salir. Menos con la otra parte de la Concertación bebiendo de la misma sensación de caída libre que la tiene como bestia acorralada, retraída o dando palos a diestra y siniestra.

Sobrevivente residual de un pasado que ella misma se encargó de enterrar, la viuda del socialcristianismo sucumbe hoy entre el cálculo y las prebendas. Y es que, como decía un respetable pensador, una agrupación humana que hace trampas con sus principios es una agrupación decadente… En fin, no es muy difícil adivinar qué es lo que ocasionó el inexorable ocaso de la DC.

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